Más allá del ocaso, donde las sombras se desvanecen en un quebrado susurro y el tiempo se suspende en el aliento de la medianoche, nos refugiamos bajo el umbral de lo incierto, mientras los ecos de un distante trueno resonaban en el alma.
Las campanas, ahora hechas de etéreas mecánicas, vibraban en una disonante sinfonía, golpeando en los rincones más oscuros, destellando como un faro para aquellos que buscan, pero no luchan.
La libertad, ese fugaz destello, se desdoblaba en cada parpadeo, ofreciendo un momentáneo refugio para los errantes del camino, aquellos que huyen desarmados, y para los invisibles soldados que luchan en la penumbra de la noche.
En tanto, nosotros, Hugo, inmóviles observadores, contemplábamos esas titilantes campanas, atrapados en un laberinto de neblina, donde la luz eléctrica se derramaba en quebradas líneas, flechas sin rumbo que no alcanzaban su destino, condenadas a un perpetuo errar.
Los buscadores de mudas verdades, los amantes de solitarios corazones, cada alma perdida en invisibles prisiones, todos se alineaban bajo la intermitente luz, como si esas campanas pudieran liberarles de su dolor.
Pero nosotros, con ojos cargados de estrellas, reíamos y llorábamos en un mismo aliento, recordando el momento en que el tiempo se detenía, suspendido en un invisible péndulo, mientras el eco de las campanas se desvanecía, dejando tan solo el silencio de las heridas que no sanan.
