Hay amores que no solo
tocan el alma, sino que la desarman. Son fuerzas sísmicas que sacuden
los cimientos de nuestra existencia, derribando la estructura de lo que
alguna vez pensamos que era estable. Ese gran amor que alguna vez habitó mi vida,
no solo derribó la casa que había construido alrededor de mi ser, sino que
también agrietó los puentes que conectaban mis sentimientos con el mundo.
Cada día era un ejercicio en el equilibrio perdido, un intento vano de
mantener la compostura mientras los escombros se acumulaban a mis pies.
Y
aunque el tiempo pasó, las réplicas no hicieron más que subrayar la magnitud
del impacto: breves amoríos, apenas destellos que no lograron provocar ni
un temblor en comparación con aquel inicial terremoto.
Sin embargo, debajo de las
ruinas, entre el polvo de lo que alguna vez fue, el gran amor aún
respira. Es un vestigio silencioso, persistente, que se niega a
desaparecer. Es irónico cómo aquello que derribó mis muros más sólidos aún vive
bajo las piedras, escondido en las sombras de mi memoria, recordándome que
algunas estructuras nunca se desmoronan del todo.
El gran amor, con todo su
poder destructivo, sigue siendo parte de los cimientos de lo que soy, una
presencia soterrada que, a pesar del paso del tiempo, continúa dando forma
a mi mundo interior. Porque, aunque las paredes hayan caído, el eco de ese amor
persiste, un susurro constante que no deja de resonar en el vacío de lo que
quedó.