Leonard Cohen, el poeta
errante, era un amante de los enigmas. Mientras él se percibía como un
náufrago en un mar de románticas opciones, su vida revelaba un vasto
repertorio de inquebrantables conexiones. A lo largo de los años, las
notas de su guitarra y el murmullo de sus versos rendían homenaje a una serie
de mujeres que, como estrellas fugaces, iluminaron su camino. En cada
letra, sus sentimientos resplandecen, ofreciendo una visión única de su mundo
interior.
Cuando un periodista le
inquirió en 1991 sobre la posible explotación de sus relaciones a través de la
música, Cohen, con un destello de ironía, respondió: “Esa es la
mínima manera en que he explotado las relaciones. Si esa fuera la única
forma de hacerlo, entonces iría directo al cielo. ¿Me estás tomando el pelo?”.
Su respuesta, entre la sinceridad y la evasión, captura la
esencia de un artista cuya historia con el amor está marcada por la fragilidad
y la confusión.
La representación de las mujeres en sus letras, lejos de
ser un mero reflejo de musas, revela una visión que, a la luz de los
tiempos modernos, puede resultar inquietante.
Es crucial reconocer que el tratamiento de las mujeres en
la obra de Cohen, tanto en su vida como en sus letras, trasciende las
convenciones de la época. Si bien puede alinearse con los tropos del rock,
su esencia es mucho más profunda.
Al revisar su legado, recordemos a las
mujeres que habitaron su universo: seres complejos cuyas vidas sirvieron
de catalizadores para su creatividad, tanto al lado de él como en la
distancia. Este reconocimiento, aunque inevitablemente fragmentario, abre la
puerta a una comprensión más amplia de su obra.
Cohen, con su maestría
lírica, supo transformar sus relaciones en auténticas obras maestras.
Aunque la representación de la vida en la letra no es una novedad, su
narrativa se distingue por dar rostro a quienes lo rodearon. A diferencia
de Bob Dylan, Joni Mitchell y otros contemporáneos, Cohen no se
limitó a crear imágenes; se sumergió en las profundidades de sus musas,
tejiendo canciones que llevaban el peso de la experiencia.
Sin embargo, no se puede
ignorar que esta búsqueda de conexión no le otorgó a Cohen una imagen de romanticismo
desbordante en los años sesenta. En una reveladora conversación periodística
confesó: “Es tan curioso, porque no podía conseguir una cita, no podía
encontrar a nadie con quien cenar. Cuando salió ese primer disco, que me
rescató, ya estaba en una situación tan destrozada que me encontré viviendo en
el Hotel Henry Hudson, yendo al Café Morningstar, tratando de encontrar una
manera de acercarme a la camarera y pedirle que saliera conmigo”.
Las cartas de anhelo
llegaban de todos los rincones, y él, vagando por las calles de Nueva York a
altas horas de la noche, buscaba conexiones fugaces con las mujeres que
vendían cigarrillos en los hoteles. Esta mezcla de distancia y vulnerabilidad,
de confianza y misterio, lo convertía en un irresistible imán, una figura que,
con su aura de rebeldía, cautivó a muchos y ayudó a dar forma a algunas
de sus más memorables composiciones.