En un mundo suspendido entre el celuloide perdido y la música que se cuela por las grietas del tiempo, Salle des Pas Perdus (2001), se alza como una banda sonora para un filme inexistente.
Coralie Clément teje una melodía que parece abrazar la brisa de 1959, como si la cámara de Jean-Luc Godard la siguiera a través de las calles de París, entre largas sombras y rotas promesas.
Su álbum debut danza entre lo elevado y lo cotidiano, entre los ecos del arte clásico y las ondas del pop más exuberante, un vaivén que recuerda al suave roce de bossa nova en las noches de antaño.
El espíritu de Clément flota entre el humo de los bares parisinos y la nostalgia de un pop francés que parece desvanecerse con cada nota.
La fotografía que adorna su portada –una imagen tan melancólica como la luz filtrada por un vidrio rojo– evoca el recuerdo de una juventud perdida, una Jane Birkin aún no corrompida por el tiempo.
La imagen no únicamente es un tributo, sino una declaración: el arte y el pop pueden caminar juntos por las mismas adoquinadas calles.
