A las cuatro de la mañana, sin la voz de Dylan, vislumbras el día que se despliega al noroeste. Es un presagio, una promesa, un destello de lo que será.
A las once cuarenta y cinco de la noche, sin la presencia de Dylan, queda al noroeste el rastro del fuego diurno. Es una mueca, un adiós, también un indicio. Las brasas distantes de lo que ha sido.
Te contemplas y te interrogas sobre la hora interior que marcas, si eres un presagio, un destello, o un montón de cenizas que ya murmuran adiós.
Quizá seas todo eso a la vez.
No lo sabes...