Entre las sombras del ocaso, surge la danza muda de una presencia que desviste sin tocar. La noche, en su infinita obsesión, recorre los rincones más ocultos de la mente. No es gratitud lo que brinda, sino un deslumbramiento que, lejos de ser luz, es la locura del tiempo suspendido.
La mirada se convierte en el eco de lo irreal, como un cristal en la bruma, translúcido, pero imposible de atrapar. Frente a este lienzo inmaterial, la existencia fluctúa como las olas, incontrolable y sin fin, atrapada entre el colapso y la asfixia de su propio peso.
Es una noche que se alarga como si los minutos se estiraran entre los seres que aún no se han entrelazado. Cada paso hacia su interior es un descenso al abismo de lo intangible, donde lo profano se encuentra con lo divino en un susurro que solo algunos pueden escuchar.
No es caos, es orden disfrazado, una estructura que asfixia tanto como abraza. El tiempo se revela, no como enemigo, sino como aliado de lo que aún está por suceder. La noche, en su divina maestría, guarda las claves para aquellos que se atrevan a descifrarla, tejiendo conexiones invisibles en la oscuridad que espera ser revelada.
