En ese incierto borde donde la razón se disuelve, Ella emerge, Ma Belle Sirène, con su intacto misterio. Un enigma que escapa a toda comprensión, como un hilo de niebla que se diluye al ser tocado. Mientras la duda siga envolviendo su figura, mientras no logre descifrar ese silencioso lenguaje que Ella domina, seguiré atrapado en un inabarcable vacío, como el viento que, perdido, persigue imposibles respuestas.
Es una perpetua danza entre lo que no se dice y lo que, aún sin saberlo, ya se ha intuido.
Y Ella, cual esquiva musa, se viste de símbolos que la ocultan y revelan al mismo tiempo. En esta etérea trama, mi piel se ofrece como el eco perfecto de su juego; un reflejo que vibra al compás de su silencio. Hay algo sagrado en esa entrega, un ritual que se consuma entre temblores de una alegría casi dolorosa.
Las piernas flaquean no por miedo, sino por el vértigo que su presencia genera, como si el mi ser entero temblara ante la posibilidad de lo sublime.
Pero Ma Belle Sirène, siempre destinada a escapar, se despide justo cuando el día comienza. El amanecer, celoso y cruel en su brillantez, arrastra consigo el final de una efímera reunión. En esa despedida, el sol no es símbolo de esperanza, sino de ruptura, interrumpiendo el flujo de una conexión que solo puede existir en la penumbra.
Nowhere Man queda, una vez más, suspendido entre la oscuridad que promete y la luz que deshace.