martes, 29 de octubre de 2024

Cohen y el Murmullo de las Pequeñas Revelaciones...

La vida de Leonard Cohen es un sendero de búsqueda perpetua, una danza entre la ausencia y el deseo de sentido. Nacido en la estructurada melancolía de Montreal, pasó sus primeros años observando las grietas del mundo, esperando encontrar algo más allá del reflejo vacío. En las bibliotecas de McGill, sus ojos recorrieron páginas que intentaban contener respuestas, pero él sabía, en lo profundo, que ninguna palabra lo saciaría. Esa búsqueda lo llevó más allá del idioma, más allá de su propio cuerpo, cruzando océanos para abrazar el rumor de algo indefinido.

Fue en Nueva York, bajo la estela de la Generación Beat, donde Cohen intentó navegar ese indomable río de fugaces certezas. Pero la ciudad, con su rugido interminable, solo amplificó el eco de sus dudas. Londres y la isla de Hydra le ofrecieron la posibilidad de otra vida, una donde la creación fluía libre entre las invisibles paredes del amor y la bohemia. Pero el amor, como la creación, tiene su propio lenguaje, y Marianne se convirtió en un espejo más de su incesante búsqueda. No era suficiente. Nunca lo era.

Cuando la fama finalmente lo alcanzó, con sus canciones en cada rincón del aire, Cohen se encontró nuevamente ante el abismo. Esta vez, el vacío tenía el rostro de lo divino. La espiritualidad se enredó en su poesía, como si cada verso fuese una llave hacia ese algo inalcanzable. Zen, monasterios, Dios, ninguna respuesta llegaba a silenciar el grito que nacía desde dentro. Así, su búsqueda continuó, mientras el tiempo tejía su propia tela, envolviéndolo con la suave presión de la vida que se desvanece.

Sin embargo, fue en un instante de aparente insignificancia, una mañana cualquiera, cuando Cohen encontró lo que siempre había buscado. Sentado en su cocina, el sol reflejándose en el cromo de los coches, algo en su interior cedió. Esa trivial escena contenía el universo entero. En el destello de luz, comprendió que la vida no requería más significado que el que ya estaba ante sus ojos. Ya no había lucha. El sándwich de atún que preparaba no era solo alimento; era el fin de una batalla invisible.

Cohen, por primera vez, dejó de golpearse contra el muro. La felicidad, comprendió, no era algo a perseguir. Estaba ahí, en la quietud del momento. Cuando cesa la urgencia, lo que queda es la verdad pura de la vida cotidiana.

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