En medio de una eterna noche, Ella, Ma Belle Sirène, se despierta, enfrentando una oscuridad que hace años no sentía tan cerca. La habitación parece rechazar su presencia, como si el tiempo que pasó entre las sábanas fuera solo un espejismo.
Ahora su cuerpo exige movimiento, y sin poder resistirlo, se levanta. El amanecer aún no ha llegado, pero la promesa de su luz se asoma tímidamente en el horizonte.
El frío suelo la recibe de nuevo cuando, tras unos pasos, cae en un susurro. Frente a Ella, donde la cama solía estar, aparece una figura, un hombre que, con una indescriptible calma, extiende su mano hacia ella. Su rostro es conocido y a la vez extraño, como una extraviada memoria en algún rincón de su infancia.
Sin palabras, él le señala la puerta, como si el verdadero viaje comenzara ahora.
Ella entiende. No es un simple despertar, es la apertura a una realidad que, hasta entonces, permanecía oculta. El día la espera, pero lo que ella busca está más allá de lo visible, en esa franja de luz que aún no ha roto la oscuridad del todo.
Mientras cruza la puerta, su cuerpo se siente ligero, como si cada paso la acercara a algo más grande, algo que, aunque desconocido, la llama desde lo más profundo de su ser.