Con la llegada de los días que cargan con la promesa de un cercano otoño, surge también el deseo de volver a conectar con esos amigos que alguna vez compartieron nuestros días, pero que ahora parecen habitarnos solo en la memoria.
La vida, con sus giros y exigencias, nos va alejando de aquellos que alguna vez fueron parte de nuestra cotidianidad, hasta que un día nos damos cuenta de que ya no están tan cerca, de que el tiempo ha tejido distancias invisibles.
Y, sin embargo, en las sobremesas donde las historias del pasado vuelven a la luz, logramos engañar al tiempo. En esos instantes, sentimos que el peso de los años se desvanece, que volvemos a ser los de antes.
Es como si los recuerdos, en su insistente repetición, pudieran devolvernos a esa juventud perdida, a esos días en los que el futuro aún no nos había marcado con su huella indeleble. Nos hacemos la ilusión de haber sido menos usados por el tiempo, de haber escapado, aunque sea por un rato, a la erosión inevitable de los años.
En estas reuniones, no se trata solo de revivir anécdotas, sino de reencontrarnos a nosotros mismos. En el reflejo de los otros, en la complicidad de los recuerdos, volvemos a sentirnos vivos, frescos, como si pudiéramos detener el tiempo y recuperar, por un breve instante, ese verdor que creíamos perdido para siempre.
Es una mentira que nos decimos, pero es una de esas mentiras que nos sostienen, que nos permiten seguir adelante…