Siempre me alejaba. Como una sombra que no terminaba de asentarse en ningún lugar, como una verdad a medias que prefería no confrontar. Mi estrategia era la distancia, el tiempo, como si al recorrer otras calles y conocer otras vidas pudiera liberarme de lo que nunca se dijo entre nosotros.
Probé el amor en otros cuerpos, pero solo descubrí que lo que no empieza no tiene un final verdadero.
Regresé a lo mismo, a ti. Nada había cambiado, las mismas risas ahogadas en cafés fríos, las mismas conversaciones donde cada palabra esquivaba lo esencial. Contábamos nuestras vidas como quien comparte noticias intrascendentes: tu viaje, mi tesis, una lista de acontecimientos que no lograban tocar lo profundo.
En medio de la rutina, algo sutil seguía latiendo. Esa silenciosa expectativa de encontrarnos en lugares que compartíamos sin saberlo. Como si la casualidad fuera la única que pudiera resolver lo que nuestras palabras nunca alcanzaron.
Imaginaba que tal vez en Cuernavaca, entre las sombras del Espacio Escultórico o las hojas gastadas de la Hemeroteca, el azar nos daría lo que tanto habíamos evitado. Y mientras esa posibilidad no se materializaba, seguíamos en este mudo juego, en una espera sin fin.