Ann Druyan y Carl Sagan no se amaron bajo la ilusión de una vida más allá de la muerte. Su conexión no estaba definida por la expectativa de un reencuentro, sino por la intensa certeza de la temporalidad.
Sabían que el universo no les otorgaría más que un breve destello de existencia, pero fue suficiente.
Cada momento juntos se volvía milagroso, no porque desafiara las leyes naturales, sino precisamente porque se enmarcaba dentro de ellas.