En la etérea neblina de una evocadora mañana, donde los relojes parecen detenerse y la realidad se pliega a la fantasía, la figura de un héroe y una heroína surgen como espectros de un sueño. Un susurro del cine de Bogart se desliza en el telón de fondo de una narrativa que retrocede a enigmáticos tiempos, una danza de sombras y luces, como las que pueblan el imaginario del celuloide de los años dorados.
La trama se teje en un país donde el tiempo se pliega y gira, sumergiéndonos en un vórtice de ambigüedad y misterio.
Caminas entre una etérea multitud, como un Peter Lorre de otro mundo, sumido en la contemplación de un abstracto crimen, mientras la atmósfera se impregna de un aroma a película antigua y humo de tabaco.
Ella, Martha Laura, emerge del sol, envuelta en un vestido de seda que parece fundirse con la lluvia, una acuarela líquida que se desliza con suavidad sobre el lienzo de la existencia. Las explicaciones son prescindibles, como si se desvanecieran en la bruma de la ensoñación.
Su presencia es un enigma, una visita fugaz de “Year of the cat”, un tiempo sagrado y esquivo, donde las preguntas se disuelven en la misma ambigüedad que la envuelve.
Sin espacio para cuestionar, los brazos de Martha Laura te envuelven en un enigmático abrazo, conduciéndote hacia un laberinto de azulejos azules y mercados que parecen hablar en susurros. Una puerta oculta se abre a secretos mundos, mientras ella revela su alma en fragmentos de incienso y pachulí, una travesía hacia lo desconocido. La corriente de su vida es un río que fluye, sin fin ni destino claro, encapsulado en “Year of the cat”.
La noche se convierte en una interminable extensión del día, y los turistas se han desvanecido como sombras en la distancia. Has perdido tu billete, tu elección se ha desmoronado y la realidad se convierte en un vicioso círculo de sonidos y sensaciones. Sabes que en algún punto deberás soltarla, pero por ahora, permaneces en la etérea fascinación de “Year of the cat”, atrapado en la danza de lo efímero y lo eterno.
