Un errante aliento, a veces lleno de certeza, a veces flotando en la duda, buscaba desvelar el porqué de aquella latente necesidad que se expandía como un eco entre dos orillas. Un trazo invisible — un meridiano escondido entre la piel y el aire — conectaba dos existencias que, paralelas, corrían, como si el tiempo se doblara en suaves y frágiles espirales.
La geografía del deseo nos empujaba a dibujar dimensiones propias, un mapa sin fronteras, donde cada susurro despojaba la última capa de lo tangible.
La vibración de lo no dicho se elevaba, como un sonido que se deslizaba, una verdad tácita entre cuerpos que no disimulan su desgarro. La alta frecuencia de un desbocado anhelo marcaba el compás de la desnudez: con cada nota, un gesto de entrega, con cada pausa, el reconocimiento de lo inevitable.
Nos despojábamos lentamente, dejando que cada sensación construyera una intensa fidelidad, sin reticencias, un pulso vital que atravesaba latitudes que solo el deseo entendía.
En aquel sonido del desnudo deseo, resultaste inevitable…