En algún distante rincón de la sonoridad, los Cocteau Twins trazaron un sendero que escapa a cualquier terrenal descripción. Si bien en 1988 dejaron su impronta en un sello importante de EU con Blue Bell Knoll —donde “Carolyn’s Fingers” acariciaba las fronteras de un ritmo de hip-hop—, el álbum en su totalidad parecía una suerte de ensoñación donde los ecos de su característico estilo se diluían en capas de efectos, hábiles, pero etéreos, casi ausentes de la memoria.
Es como si las canciones, aunque presentes, flotaran en una nube de reverberación, siempre al borde de lo intangible.
Sin embargo, el paisaje cambió de manera sublime en 1990 con Heaven or Las Vegas. Aquí, en su despedida de 4AD, los Cocteau lograron una alquimia entre lo intangible y lo corpóreo. Quizá fue el nacimiento de su hija lo que marcó a Elizabeth Fraser y Robin Guthrie, o quizá el silencio entre giras, pero este álbum es un canto accesible a un universo que hasta entonces parecía envuelto en niebla.
Las infinitas capas de guitarras que Guthrie tejía con devoción se volvieron menos abrumadoras, dejando que la voz de Fraser, cristalina y comprensible, emergiera, como si por primera vez el mensaje escondido en susurros se convirtiera en palabras. A su vez, Simon Raymonde y la siempre omnipresente caja de ritmos otorgaron un ritmo subyacente, una columna vertebral que hacía balancear la atmósfera, pero sin imponerse, logrando así un equilibrio casi sobrenatural.
Heaven or Las Vegas ofreció un nuevo firmamento a los seguidores de los Cocteau Twins. “Cherry-Coloured Funk” e “Iceblink Luck” se transformaron en himnos de esta metamorfosis sonora, mientras que el tema que da nombre al disco se convirtió en un bálsamo de elevados coros, donde las notas flotaban como si fueran ecos de un suspendido tiempo, un lento pero resplandeciente descenso hacia lo más íntimo de la psique.
