En la aparente calma de un hogar que respira en silencio, un espectro recorre sus pasillos, una tenue presencia que no logra materializarse. Este fantasma, etérea representación de una comunicación rota, flota entre los objetos que alguna vez fueron testigos de conversaciones, buscando encontrar una palabra que lo reconforte, que lo vuelva tangible.
Pero su búsqueda es inútil, distraída por la luz que se filtra en cada rincón, y mientras yo, vivo, permanezco inmóvil, atrapado en una conversación que nunca llega a formularse.
La casa se convierte en una prisión de instantes, una morada de vagos recuerdos que habitan en la memoria. Sentado en el silencio, hablo no de lo que está presente, sino de lo que se ha ido. Mis pensamientos se entrelazan en una invisible danza, movidos por los siglos de historias que parecen revolotear como ecos en las paredes.
Sin embargo, no hay palabras que crucen los labios, solo gestos que sugieren la inminencia de una perdida conexión.
El espectro continúa su recorrido, ajeno a la imposibilidad de las palabras que busca, mientras el silencio sigue siendo la única respuesta a su desesperada espera.
