miércoles, 4 de septiembre de 2024

Keren Ann y las texturas del sonido...

Bajo la tenue luz de un café perdido en el tiempo, Keren Ann Zeidel aparece como un eco, envuelta en una capa marrón y beige que parece absorber el aire alrededor. Sus ojos, delineados en kohl, parecen conocer secretos que no compartirá. Su cabello negro, recortado de forma implacable, contrasta con su piel pálida. 

A primera vista, uno la percibe frágil, casi etérea, pero cuando abre su boca para hablar de música, lo intangible se vuelve palpable. Sus palabras se derraman como un río filosófico, entrelazando el cine noir con la delicadeza de Chopin. La contradicción es evidente: una niña de inocente aspecto imparte lecciones sobre el arte como si su alma se hubiera nutrido de siglos de melancolía.

“Mi música es más fácil de sentir que de explicar”, murmura, su voz desvaneciéndose en la atmósfera como un susurro. “Los arreglos, las texturas, los colores… son frecuencias que trascienden lo físico”. Entre risas suaves, sus palabras flotan, tan ligeras como la espuma de su café negro.

Durante más de una década, Keren Ann ha tejido paisajes sonoros que invitan a la profunda introspección, susurrando al oído de aquellos que la escuchan con devoción. Comparada por algunos como una Norah Jones de los rincones oscuros del alma, sus composiciones fluyen entre lo lánguido y lo lúgubre, reflejando una existencia que parece atrapada entre dos mundos. 

En su álbum homónimo de 2007, las críticas la describieron como un trance: “exquisito”, “escalofriante”, “intoxicante”. Su música ha servido como banda sonora de vidas ficticias y reales. Y aun así, Keren Ann permanece en las sombras, rechazando el brillo del éxito comercial, eligiendo a menudo ignorar propuestas vacías. Máxime si “no hay magia en lo visual”.

Keren Ann, mitad holandesa, mitad israelí, es un enigma. En la frontera entre la luz y la penumbra, ha encontrado un nicho que le permite existir sin ser consumida. Y en ese limbo, su música resuena como un eterno susurro.

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