El día transcurre como una revelación, una sucesión de momentos que diluyen el límite entre lo que ha sido y lo que nunca ocurrió. Ma Belle Sirène, flotando en la superficie de lo irreal, comienza a preguntarse si su vida anterior, esa existencia horizontal en la que parecía sumergida, no fue más que una ilusión, un desvanecido eco al borde del amanecer.
Ahora, de pie, siente que quizá ha renacido, como si su verdadero comienzo estuviera marcado por el instante en que Nowhere Man la levantó del suelo, devolviéndole no solo la verticalidad, sino la sensación de estar viva. En ese gesto fugaz, su cuerpo se llena de una gratitud tan profunda que la trasciende, la convierte en algo liviano, casi etéreo.
El mundo físico se desdibuja mientras Ella se deja llevar por esa ligereza hacia su hogar, flotando en el crepúsculo, entre la luz que se desvanece y la noche que asoma.
Pero en la oscuridad, el despertar trae consigo una nueva desconexión. Su cama, que antes la contenía, ahora parece rechazarla, como si ya no fuera un refugio, sino un umbral que la empuja hacia la incertidumbre. El reflejo de Nowhere Man, capturado en el cristal de la ventana, la observa desde la distancia, como una sombra familiar que se niega a desaparecer.
Ella, Ma Belle Sirène, cierra la cortina con la esperanza de detener esa mirada, pero su presencia persiste, tan intangible como penetrante. Sabe que esos ojos siguen ahí, en algún rincón, esperando, observándola sin descanso.
El regreso a la cama es ambiguo. Sigue siendo cama, pero el significado de ese espacio ha cambiado. Ya no es solo un lugar físico; es una intersección entre lo que sueña y lo que vive. El peso de la noche se cierne sobre ella, mientras la presencia de Nowhere Man se desvanece y reaparece en el aire, en los pliegues de su propia conciencia.
(Por ese vertical, etéreo reflejo que sigue sin desaparecer, Ma Belle Andrea…)