La esperanza vibra en los rincones más secretos, allí donde el olvido aún no ha terminado su obra. El amor, ese viento fugitivo que se escapa entre las rendijas de la memoria, no sabe rendirse en su exilio.
Cada palabra se convierte en un disfraz de aquello que realmente tiembla bajo la superficie: una silenciosa súplica, un etéreo gemido que pide no ser sepultado en el desierto del olvido.
En ese tránsito entre la vida que se vivió y el eco de lo que no muere, el amor pide calle, pide movimiento, busca la piel del viento para deslizarse entre lo que fue y lo que aún podría ser.
Pero, ¿cómo vivir si ya no se habita la memoria del otro? Esta es la verdadera tragedia del amor que se aferra a su última morada: la esperanza de no desaparecer del todo. Lo indecible se revela en esa fina línea entre la palabra y el silencio, entre lo que se siente y lo que no puede ser comprendido.
El amor se vuelve, así, un náufrago que anhela un último rescate, una última lectura en el corazón de quien lo recibió alguna vez.
