Caminar por el vasto campus de Ciudad Universitaria es como adentrarse en un fragmentado espejo de tiempos. Un paisaje donde lo ordinario se torna simbólico y los pasillos se convierten en rutas hacia lo incierto. En mis manos, una edición gastada de La guerra de Galio actúa como brújula hacia una figura inasible: Ma Belle Sirène, un eco de lo que alguna vez fue, una extraviada musa en el cruce de la realidad y la fantasía.
¿Se trata realmente de un lugar o de una proyección de la mente, una utopía que se revela en cada esquina, cada sombra que danza en los muros de piedra?
Recordar a Ma Belle Sirène es dejar que el tiempo se deslice por las grietas de la memoria. ¿La encontraré? Tantas veces he recorrido esos senderos que bordean el Circuito Mario de la Cueva, desde el metro Copilco hasta los confines del Estadio Olímpico. Y, sin embargo, Ella nunca está del todo allí, siempre un paso más allá de mi alcance, como un espejismo que solo se permite contemplar a distancia.
La búsqueda de Ma Belle Sirène es más que un simple caminar, es un rito, una peregrinación hacia lo desconocido, donde los pasos son arrullados por las voces de los vendedores de libros usados, y la mirada se deja perder entre los pliegues del tiempo que habita en C.U.
Cada esquina de este académico paisaje está impregnada de la sensación de lo inacabado. La frontera entre lo real y lo ficticio se disuelve en los susurros que el viento arrastra entre los árboles, como si el propio espacio se negara a revelar sus secretos. Ma Belle Sirène es el reflejo de este limbo, una figura que no pertenece ni al presente ni al pasado, sino a un tiempo suspendido, un intersticio que habita en los pliegues de lo que fuimos.
La espera es perenne, la búsqueda también. Y quizá ahí resida la esencia de esta travesía: no en encontrar, sino en caminar, perderse y reencontrarse en la mirada que roza lo imposible.
El acto de acariciarte, Blonda Mía, terminó definiendo aquella primigenia experiencia…
