La poesía es la voz de lo efímero, de aquello que se escapa justo cuando intentamos apresarlo. En su esencia, es un diálogo entre el ser y sus ausencias, entre el cuerpo que habita la memoria y el otro que nos hizo daño. Es a través del lenguaje poético que buscamos un espejo capaz de reflejar una imagen íntegra, pero al hacerlo, la imagen misma se fragmenta, se difumina.
Este deseo de capturar el instante en que fuimos algo —o alguien— queda atado a la urgencia de escribir la rabia, de inmortalizar la melancolía y de narrar la venganza antes de que el paso del tiempo las desgaste. Si no logramos este registro, si no damos cuenta de nuestras múltiples versiones, solo quedará el polvo para hablarnos desde el vacío, para pronunciar lo que fuimos en susurros que nadie escuchará.
El poema se convierte, así, en una especie de conjuro contra el olvido, un espacio donde el silencio compartido aún resuena, aunque al final solo queden restos de quienes intentamos ser. La poesía es, en última instancia, el eco de un ser fragmentado, y su canto melancólico nos invita a recordar que el tiempo, si no lo atrapamos en palabras, lo cubre todo de polvo.