La espera nocturna se transforma en un distorsionado espejo donde el dolor del otro toma imposibles formas de alcanzar. El narrador se encuentra reconstruyendo lo que quedó atrás, pero no como un observador pasivo.
Es como si intentara volver a una nave que ya ha despegado sin él, una metáfora que encapsula la desconexión emocional y la separación que el tiempo y el dolor provocan.
“¿Dónde estábamos anoche?”, se convierte en una pregunta retórica, una búsqueda de una respuesta que tal vez nunca llegue. Porque anoche, y todo lo que ocurrió en ese lapso de tiempo, ya se ha desvanecido, como el comportamiento del otro, que ha mutado en algo inaprensible.
El vacío, en lugar de ser un espacio de ausencia, se convierte en una constante presencia que no necesita explicación. No es que falte algo, es que el vacío mismo se ha instalado como una verdad que el narrador acepta, aunque con una sensación de extrañeza.
El dolor, entonces, ya no es algo compartido o siquiera comprensible; es una nave espacial que ha partido sin nosotros, un trayecto que no podemos seguir ni comprender. La espera se vuelve su propio fin, su propia respuesta, donde el vacío no falta porque, en realidad, siempre ha estado ahí.