En la penumbra de una incierta madrugada, Ma Belle Sirène se desliza por las calles, como un eco de sí misma, buscando algo que su propio cuerpo anhela antes que su mente pueda comprender. Los vestigios de la noche, encarnados en jóvenes que tambalean en la esquina, parecen ajenos a su interior extravío. La librería aún duerme, como el mundo, y Ella es consciente de la profunda soledad que la envuelve.
La ausencia de Nowhere Man pesa más que su propia desorientación; él era su brújula, y ahora, sin su guía, la ciudad se convierte en un laberinto que la ahoga.
Horas pasan, pero no hay destino claro. El regreso a casa es más un regreso a su interior que al espacio físico. En su cuarto, el refugio familiar adquiere una nueva gravedad. La cama sigue siendo cama, pero su función ha cambiado, se ha vuelto un lecho definitivo donde los músculos de Ella se disuelven en un cansancio ancestral.
La difusa presencia de Nowhere Man sigue ahí, observándola desde una distancia inalcanzable, como si su esencia aún habitara en el aire, un invisible testigo que persiste en sus pensamientos.
La noche ahora es su condena, pero también su identidad. Su cuerpo ya no responde a la luz del día, ya no recuerda cómo existir bajo el sol. Lo que una vez fue una elección, ahora es un destino del cual no puede escapar: su ser se ha fundido con la noche, y en esa fusión, su condena se convierte en permanencia.
(Por esas andanzas y etéreas caminatas sobre Reforma, Ma Belle Laura…)