John Lennon, más allá del ícono revolucionario de los Beatles, se transformó, en sus últimos años, en un hombre profundamente marcado por la paternidad. Dos hijos, dos mundos. Julian, atrapado en las sombras del éxito, y Sean, el niño que trajo consigo la serenidad de una vida menos frenética.
En medio de esa transición, Lennon encontró en la música su única forma de reconciliarse con lo que había dejado atrás.
Cuando Lennon escribió “Beautiful Boy (Darling Boy)”, no solo estaba componiendo una melodía para Sean; estaba construyendo un puente entre su pasado y su presente. Las notas y las palabras de esa canción eran más que simples versos dedicados a un hijo.
Eran la redención que tanto había buscado, un último intento por aferrarse al amor que antes no pudo ofrecer. El álbum Double Fantasy (1980) es, en muchos sentidos, el diario íntimo de un hombre que había encontrado en la vida doméstica un nuevo tipo de libertad.
Lennon había dicho alguna vez que tenía la foto de Sean en el estudio, observándolo entre los altavoces, recordándole siempre lo que verdaderamente importaba. Ese acto aparentemente trivial se convirtió en el símbolo de su nueva identidad, una que buscaba no solo crear arte, sino también vivir para algo más grande: su hijo.
Cada nota de “Beautiful Boy” es una promesa no solo a Sean, sino también a sí mismo.
Esa icónica frase, “La vida es lo que te sucede mientras estás ocupado haciendo otros planes”, no es solo una reflexión casual. Es la meditación final de un hombre que había visto el amor y el dolor entrelazarse, y que, al final de todo, se dio cuenta de que la música sería el único medio para que su presencia persistiera.
Lennon sabía que, tras su muerte, su música sería el faro que iluminaría los corazones de aquellos que lo amaban, y “Beautiful Boy” sería la melodía que siempre resonaría en el corazón de Sean.
