La tarde se desvanece con una imperceptible lentitud, casi cruel, dejando tras de sí un rastro de oro y sombras que no promete más que olvido. La ciudad, con su deshumanizada estructura de cristal y metal, se despliega como un distópico laberinto, donde las voces se pierden entre los ecos de edificios que parecen crecer sin dirección ni propósito.
En este escenario, la música se transforma en algo que ya no pertenece al presente, sino a un recuerdo difuso, un eco lejano que apenas se escucha en los rincones más oscuros de la mente.
Nowhere Man camina por las vacías avenidas, buscando un sentido, una razón para seguir adelante, mientras a su alrededor la tarde parece resistirse a morir. “No hay que dejar que muera la tarde”, se repite, pero las palabras suenan huecas en sus labios. Sabe que no hay marcha atrás, que la luz del sol que se oculta es solo una metáfora de algo mucho más profundo: la desaparición de todo lo que alguna vez tuvo significado.
En esta ciudad distópica, todo se siente fragmentado, roto, como si los días estuvieran desconectados de cualquier hilo lógico que los uniera.
Las nubes, ahora sombras líquidas, se desplazan lentamente por el cielo, como si fueran los restos de una vieja melodía que el viento hubiera olvidado. “Las nubes son un barco de plata”, pero el brillo que una vez tuvo esa imagen ha sido sustituido por una oscura desesperanza.
El mundo alrededor de Nowhere Man está en constante deterioro, un paisaje distópico donde la música ha sido reemplazada por el ruido incesante de máquinas sin alma. Los acordes suaves de la guitarra, las armonías que alguna vez dieron sentido al caos, se han disuelto en la atmósfera densa de la ciudad.
En medio de este vacío, aparece Ma Belle Sirène, no como un faro de esperanza, sino como un distorsionado reflejo de lo que alguna vez fue. Sus ojos, antes monedas de oro que iluminaban las sombras, ahora parecen espejos rotos que reflejan el inevitable fin. “Como el sol cuando cae, también tú te irás”, piensa Nowhere Man, sabiendo que su partida es tanto física como espiritual.
Ella es la última conexión con una humanidad que ya no existe, una etérea presencia en un mundo que ha dejado de entender la belleza y el misterio de lo intangible.
La ciudad sigue creciendo a su alrededor, alzándose como una metáfora cruel de la alienación que sienten todos sus habitantes. Las calles están vacías, no de personas, sino de significado. Las estructuras metálicas que dominan el paisaje urbano parecen resonar con una disonancia interminable, una distópica sinfonía que aplasta cualquier rastro de emoción humana.
Nowhere Man se detiene en el centro de una plaza desierta, mirando al horizonte, donde el sol se hunde en el abismo. No hay promesa de un nuevo día, solo la sensación de que todo ha llegado a un punto sin retorno.
Ma Belle Sirène lo mira por última vez, su figura desdibujada entre las sombras del crepúsculo. Hay una distancia insalvable entre ellos, no por el espacio físico, sino por las cicatrices invisibles que la ciudad ha impreso en sus almas. La música que alguna vez los unió, que tejió los hilos de su existencia compartida, se ha desmoronado en silencio.
En este mundo desolado, la melodía de su relación se ha transformado en una cacofonía críptica, una sucesión de acordes rotos que nunca alcanzarán una resolución armónica.
Notas desde un distópico y otoñal crepúsculo noventero, Ma Belle Laura…