Llorar habría sido una reacción esperada, una súplica al sentido. Pero no había lugar para ello. Llorar implica tener una razón, real o forjada en la mente, y en aquel momento lo único que poseía forma tangible era la presencia de esa estructura inerte que, bajo el peso de las sombras, adquiría extremidades invisibles, casi humanas.
El perro a mis pies seguía en su letargo, como ajeno al hecho de que estábamos rodeados por una nada creciente.
Nos habíamos quedado solos, pronuncié sin saber si a la casa, al perro o a mí mismo, como quien habla al abismo esperando que este devuelva algún eco, algún fragmento de significado.
Pero lo que quedó fue el silencio, inmenso y devorador, como la distancia entre el ser y el mundo que alguna vez habitó.