Cuando la cuarentena cayó sobre nosotros como un decreto de silenciosa condena, el vacío me invadió, desprovisto de reconocibles emociones. No hubo temor, ni ecos interiores que sacudieran las fibras de la mente.
Solo un leve cosquilleo, una absurda expectación, como la de un niño que finalmente es convocado a un juego que lleva toda su vida imaginando: el colapso.
El hogar, antes encajonado en la rutina, se estiró hasta volverse otro. Ya no era solo cuatro paredes; se erigía ahora como fortaleza dictada por una voz autoritaria que en su omnipresencia impuso nuevas reglas de supervivencia.
Las paredes, desgastadas por el tiempo, adquirieron una inédita gravedad, más imponentes, como si cada grieta en los techos y manchas en la madera fueran cicatrices de invisibles batallas.
Los estantes, colmados de libros que alguna vez prometieron escapatoria, ahora parecían inútiles centinelas de una cultura que se desmoronaba. Todo el espacio comenzó a devorarse a sí mismo en su callada vastedad, la casa entera respirando un aire espeso, como si esperara a que le dirigiera la palabra.