Un día, llegaron girasoles a tu puerta, un rayo dorado entre la penumbra del tiempo que nos separaba. Estaba lejos, a miles de kilómetros, pero deseaba estar allí contigo, en la quietud de ese momento. Me dijiste que “no era necesario, pero ojalá estuvieras aquí”.
Para ti, tal vez era un gesto más en el océano de la distancia, pero para mí, era todo lo contrario. Cada pétalo era un eco de todo lo que me retiene en tu órbita, incluso cuando el silencio y la distancia parecen borrar tus huellas.
He intentado, en más de una ocasión, dejar que te deslices de mi memoria, creer que el tiempo es suficiente para despegar tu presencia de mis pensamientos. Pero al final, descubro que siempre reapareces, justo cuando pensaba que te habías desvanecido por completo.
Con el paso del tiempo, entendí que “olvidar” no es la palabra correcta para lo que intento. “Scordare” parece más adecuado, porque significa “sacar del corazón”, y eso es precisamente lo que he tratado de hacer, aunque sin éxito.
Nuestra historia nunca fue completa, siempre quedó suspendida en el aire, como los girasoles que alguna vez te envié, esperando que algún día volviéramos a encontrarnos.
Al final, creo que solamente te escribí dos cartas: una que nunca terminé, que aún se sigue escribiendo en los márgenes de mi mente, y otra que quedó atrapada en ese girasol, una silenciosa confesión de todo lo que nunca supe cómo decir.