Hay una carta que nunca salió de mis manos, una carta que se convirtió en testigo de lo que nunca fui capaz de decirte. No era vergüenza lo que me detenía, sino algo más delicado, una fragilidad que se alimentaba del silencio, que crecía en la sombra de mi partida.
Esa carta, un pedazo de papel que comencé hace año y medio, ha seguido viva, como una constante confesión, como un eco que no se apaga, a pesar del tiempo que ha pasado.
Creí que, al escribirla, el peso que llevaba en el corazón se aligeraría, que mis sentimientos podrían fluir y encontrar un lugar donde reposar. Llené cada línea con todo lo que tenía: palabras que parecían demasiado grandes para ser dichas, emociones que no encontraba cómo expresar, y, por supuesto, girasoles que hablaban en su propio lenguaje de todo lo que nunca pude articular.
En esa total transparencia, me desnudé ante el papel, con la esperanza de que, al revelarlo todo, algo dentro de mí encontraría descanso.
Sin embargo, la paradoja se presentó de una sutil manera. Cuanto más escribía, cuanto más profundizaba en lo que sentía por ti, menos alivio encontraba. Lejos de liberarme, lo que sentía por ti crecía, se volvía más nítido, más fuerte.
La carta que debía ser el vehículo de mi liberación se transformó en el recordatorio de lo que nunca podré olvidar.