Esa carta... una carta que jamás te di, sigue guardada entre mis recuerdos, en algún lugar de ese espacio que compartimos en silencio. No era el miedo lo que me detenía, ni la duda, sino una especie de reverencia a la fragilidad que surgía cada vez que me enfrentaba a esas palabras.
La comencé hace tanto tiempo, cuando aún todo estaba por decirse, cuando el tiempo parecía eterno y nuestras historias aún no se habían entrelazado del todo. Pero, a pesar de que partí, esa carta nunca dejó de crecer en mi mente, como si con cada día que pasaba, ella también adquiriera más peso, más profundidad.
En sus líneas vertí lo más íntimo, todo aquello que no encontraba forma de decirte en persona. Creí que, al plasmarlo en el papel, la tormenta en mi interior se calmaría, que escribir sobre ti sería como soltar una carga que había estado llevando por demasiado tiempo. Sin embargo, la realidad fue distinta.
En lugar de liberarme, cada palabra que escribía me ataba más a ti. A medida que te conocía más, que entendía las formas en las que nuestras vidas se cruzaban, la carta se hacía más densa, más imposible de entregar.
Y entonces comprendí que esa carta no era un final, sino un perpetuo principio. No era la llave a mi liberación, sino el reflejo de una verdad más profunda: lo que siento por ti no es algo que pueda resolverse con palabras o girasoles. Es una constante, algo que vive en el espacio entre lo que escribo y lo que no me atrevo a decir.